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Hace semanas que en mi mente solo hay un tema dando vueltas. Un conflicto que se presentó sin aviso, así, de repente, y me desestabilizó más de lo que esperaba. No quiero hablar sobre eso, bah, en realidad no quiero hablar sobre eso acá. Porque llené hojas y hojas en mi diario, me paso mis sesiones semanales de terapia hablando sobre eso, le conté a mi hermana llorando, e hice chistes con mis amigos para alivianar la situación. No se volvió más liviana. Pero no quiero hablar sobre eso. No acá.
Al menos una vez al día en casa se debate cuando vamos a volver de visita a Argentina. Todavía no terminamos de pagar el pasaje de diciembre, pero ya estamos pensando en volver. Se me estruja el corazón cuando pienso en que quizás no tenga el dinero necesario para viajar tan pronto nuevamente. Hago de cuenta que no me interesa tanto, pero la realidad es que vivir con el alma dividida entre dos ciudades es la cruz con la que elegí cargar. No me malinterpretes, me encanta vivir en Brighton y soy consciente del privilegio que fue haberme podido mudar a la otra punta del mundo. Pero más de una vez jugué a imaginar como sería mi vida si nunca me hubiese ido de Quilmes, si hubiese terminado de estudiar, si hubiese seguido trabajando en el cotillón, si me hubiese enamorado. Y es un juego que a veces me cuesta porque incluso cuando estaba allá no pensaba tan a futuro. Contaba con una seguridad que no supe apreciar, y que en más de una oportunidad deseé volver a tener. El problema es que ahora me encuentro frente a situaciones que nunca imaginé tener que vivir desde tan lejos, y no poder ser parte de ellas me da cierta culpa. Pienso en los almuerzos que no tuve con mis abuelos, las meriendas que no concreté con mis primas, las salidas que nunca hice con mis amigos, los partidos que no pude disfrutar con mi papá, y las películas que no vi con mi mamá. Pienso en todos los momentos que no viví, y en los que sí, que no creo haberlos disfrutado con la intensidad que se merecían cuando supe tenerlos.
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