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Hace varias semanas que no logro conectar con mi voz de escritora, con ese lado que suele sentirse tan natural. No es la primera vez que me pasa, y estoy segura de que no será la última. También sé que no es un fenómeno que me afecte solamente a mí — me basta con escuchar alguna clase del taller de escritura o leer a alguna de mis amigas y me doy cuenta de que todas pasamos por el mismo ciclo. Por suerte existe La Ronda, mis compañeras, que son escritoras increíbles, y una profe/coordinadora que siempre pareciera tener las palabras justas y nos ofrece ejercicios que, de una u otra manera, terminan echando luz sobre aquello que parecía estar sumergido en la oscuridad.
La mayoría de las veces, los textos que nacen en clase mueren en mi computadora, y viajan con mis compañeras. De vez en cuando, nace algo que creo que si logro pulirlo un poco más, puede ser un texto digno de viajar con vos también. La última clase del mes de la herida me regaló no solo un gran momento de reflexión, sino una confesión que hoy deja de ser solo mía.
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